
La comida es una parte fundamental de nuestra vida. Está presente en lo cotidiano —como el desayuno que inicia el día o el almuerzo que nos da una pausa— y en las celebraciones familiares o reuniones con amigos, donde compartimos historias y creamos nuevos recuerdos. Incluso está presente en tiempos difíciles, en situaciones de pérdida o en días en los que sentimos que las cosas no van tan bien.
Su rol va más allá de cubrir una necesidad biológica o darnos energía; también se convierte en una manera de acompañarnos emocionalmente y de relacionarnos con lo que sentimos y pensamos.
En este contexto aparece el hambre emocional, que, a diferencia del hambre física —la que surge cuando el cuerpo necesita alimento—, nace como una forma de hacer frente al estrés o a emociones incómodas. Su propósito no es nutrirnos, sino aliviar momentáneamente ese malestar interno.
A diferencia del hambre física, que llega poco a poco y puede esperar, el hambre emocional aparece de golpe y con urgencia. No se siente en el estómago, sino como una especie de inquietud que pide alivio inmediato. Además, suele dirigirnos hacia alimentos específicos, generalmente muy sabrosos —dulces, frituras o comidas muy calóricas—, porque ofrecen un placer rápido. Y, aunque ya estemos llenos, puede ser difícil parar, porque lo que buscamos no es saciedad, sino consuelo.
Cuando este patrón se repite, puede traer consecuencias. Comer por impulso o sin escuchar al cuerpo puede favorecer el aumento de peso, generar episodios de atracón o llevarnos a una relación tensa con la comida. En algunas personas, incluso puede contribuir al desarrollo de trastornos de la conducta alimentaria. A esto se suma que, después de comer, suelen aparecer culpa o frustración, lo que aumenta el malestar que intentábamos calmar.
El hambre emocional no es un signo de debilidad. Es algo que aprendemos con el tiempo: comer activa sensaciones agradables que reducen, aunque sea por un rato, lo que nos duele. También influyen los mensajes que recibimos sobre la comida, el estrés del día a día y lo difícil que puede ser ponerle nombre a nuestras emociones o manejarlas.
Por eso, identificar el hambre emocional es un primer paso importante. A veces basta con detenernos un momento y preguntarnos qué necesitamos realmente: ¿comida o alivio? Practicar la alimentación consciente, reconocer las señales del cuerpo, armar un “botiquín emocional” para momentos difíciles o buscar apoyo profesional puede ayudarnos a construir una relación más equilibrada y amable con la comida… y con nosotros mismos.
Al final no se trata de prohibirnos alimentos ni tener un exceso control sobre lo que comemos, sino de escucharnos con un poco más de atención. Cuidarnos también implica reconocer cuándo buscamos alivio en la comida y aprender a atender a nuestras emociones de una forma más amable.
Referencias Bibliográficas